viernes, 2 de diciembre de 2011

3 - Los primeros discípulos

          
 3.          Lo encontramos solo, abstraído en la oración, pero apenas nos acercamos abrió los ojos, aunque no nos miró a nosotros sino a un hombre que pasaba. Entonces exclamó:
- Ahí está el cordero de Dios.[1]
            Nuestra búsqueda había terminado, no necesitábamos más prueba, tan grande fue muestra alegría que corrimos tras él, como niños que corren a los brazos de su madre.  Entonces al escuchar que veníamos, se dio vuelta y nos preguntó:
- ¿Qué buscan?
- Rabí - le dije tratando de buscar las palabras correctas - ¿Dónde vives?
- Vengan y vean.
            Jesús nos había penetrado con la mirada. Cómo describir esos ojos que mezclaban la dulzura y la autoridad con tanta precisión. Sería su mirada la mirada de Dios, tan sencilla y tan impotente. Con mi amigo Juan nos quedamos anonadados, titubeando ante la invitación, pero cuando nos decidimos sentimos una paz indescriptible que nos inundaba. Él nos había seducido y nosotros nos dejamos seducir. Ambos, uno a cada lado de Jesús sentimos su abrazo de amigo como si nos conociera de toda la vida.
Fuimos, vimos donde vivía y nos quedamos con él todo ese día. Eran las cuatro de la tarde.
            Se llamaba Jesús, hijo de José y María. Proveniente de Nazaret. A diferencia de nosotros que éramos pescadores, él era de profesión carpintero como su padre. Hacia poco que estaba siguiendo a Juan el bautista. Pero si en algo se diferenciaban, era que Jesús parecía más sociable y sus palabras no eran tan duras en lo cotidiano.
            Despertamos temprano, pero Jesús ya no estaba. En el camino de vuelta a casa, una pregunta nos fue acompañanado en nuestra reflexión ¿Qué buscan? La pregunta nunca fue más certera, qué era lo que realmente buscábamos, qué era lo que esperábamos realmente de ese hombre llamado Jesús. .
            Ante la novedad, le conté todo a mi hermano. Esta vez logré convencerlo con ayuda de Juan que confirmaba todas mis palabras. Aunque Simón estaba más ocupado en la pesca y no compartíamos los mismos sueños y ambiciones. Yo quería salir de esa vida monótona, quería conocer lugares, quería cambiar mi suerte, y aunque buscaba a Dios, también buscaba a ese Mesías que nos librará de las garras de los Romanos.
- Hemos encontrado al Mesías - le dijimos y casi empujándolo logramos que dejará las redes y fuéramos al encuentro de Jesús.
Estábamos verdaderamente cansados, el camino nos había agotado. Mi hermano quería volverse, se estaba arrepintiendo de haberme escuchado. Finalmente llegamos, pero el encuentro de los dos no fue como me lo imaginaba. Jesús lo miró y le dijo:
- Tu ere Simón, hijo de Juan, Te llamarás  Pedro, que significa piedra.[2]
            Todos quedamos desconcertados con las palabras del maestro. Hasta a mi me causó un poco de gracia, ya que Jesús tenía buen ojo para darse cuenta de lo cabeza dura que era mi hermano como para llamarlo piedra. Más tarde comprenderíamos todo. Pero mi hermano no se lo tomó muy bien y me dijo enojado: “¿Para esto me hiciste venir?”


[1] Juan 1, 36
[2] Juan 1, 42

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