sábado, 3 de diciembre de 2011

4 - La pesca Milagrosa

No volví a saber más de Jesús en los días siguientes. Luego me enteré que se había marchado solo al desierto, sin nada, ni agua ni comida.[1] Entonces me dí cuenta que nuevamente me había equivocado, que ese hombre era tan solo un desquiciado. La tristeza me había invadido. Me prometí nunca más andar detrás de quimeras, de ilusiones falsas. Esta era mi realidad, ser un pescador, levantarme de madrugada, tirar las redes y esperar.
Me preguntaba cómo había puesto mis esperanzas en un simple hombre. Jesús era eso un simple hombre, sin poder, sin fuerzas, un loco, un pobre, un olvidado de Dios como todos nosotros.
            Luego empezaron a llegar comentarios, rumores arrastrados por la gente sedienta de milagros, quizás cierto, quizás falso, que en una boda en Caná un hombre llamado Jesús había transformado el agua en vino. [2]
Como si fuera poco, las esperanzas que había puesto en Juan el que Bautizaba, también se derrumbaron cuando fue arrestado por orden de Herodes.[3] No había dudas estaba condenado a ser un simple pescador por el resto de mi vida. Alguna vez pensé en ser yo el líder libertador, pero quién seguiría a un pescador de Genesaret.
            Habiendo pasado más de un mes de mi encuentro con Jesús, abandoné todas mis búsquedas y seguí con el arduo trabajo que cada vez se hacía más difícil. Parecía que los peces se alejaban de nosotros.  Después de una noche de pesca, volvimos hacía la orilla del lago, cuando vimos una muchedumbre y en el medio parecía que alguien les hablaba. Yo no lo podía creer: era Jesús. Mis ojos se llenaron de lágrimas, quería reír y llorar a la vez. Para sorpresa nuestra, nos hizo una señal de que nos acercáramos con la barca. Obedecimos inmediatamente y se subió en  donde estábamos. Desde la barca empezó a hablar del “reino”. Cuando acabó de hablar dijo a Simón:
- Navega mar adentro y echa las redes para pescar.[4]
Pero mi hermano le replicó:
- Maestro, hemos trabajado toda la noche y no hemos sacado nada; pero si tú dices, echaré las redes.
            Ambos remamos mar adentro y con un poco de desconfianza echamos las redes. Unos minutos después, cuando nos dispusimos a levantarlas, poniendo poco fuerza en una tarea que parecía en vano, quedamos asombrados pues era increíble el peso de esas redes. La pesca era abundante y no podíamos nosotros solos, por eso hicimos señas a Juan y a Santiago para que nos ayudaran.  Eran tantos los peces que llenamos las dos barcas. Después de la alegría hubo silencio, y Simón miró a Jesús y exclamo:
- ¡Apártate de mí, Señor, que soy un pecador!
-  No temas Pedro, ven conmigo que en adelante serás pescador de hombres.
Mis ilusiones se renovaron. Estaba equivocado, había algo especial en Jesús. “Yo no lo conocía” había dicho Juan. Creo que todos teníamos que redescubrir a ese hombre que tenía un potencial infinito, que parecía tener poder para hacer prodigios. Sin embargo me prometí que sería cuidadoso, no quería estrellarme nuevamente contra una pared.
Me pareció rara la actitud de Simón, siempre tan duro y ahora se mostraba como un hombre con fe, dispuesto a dejar todo, dispuesto a creer.
No sólo Simón lo siguió, también nosotros atracamos las barcas a la orilla y abandonamos todo para seguirlo.


[1] Mateo 4, 1 -11
[2] Juan 2, 1-12
[3] Lucas 3, 19-20
[4] Lucas 5, 1 -11

viernes, 2 de diciembre de 2011

3 - Los primeros discípulos

          
 3.          Lo encontramos solo, abstraído en la oración, pero apenas nos acercamos abrió los ojos, aunque no nos miró a nosotros sino a un hombre que pasaba. Entonces exclamó:
- Ahí está el cordero de Dios.[1]
            Nuestra búsqueda había terminado, no necesitábamos más prueba, tan grande fue muestra alegría que corrimos tras él, como niños que corren a los brazos de su madre.  Entonces al escuchar que veníamos, se dio vuelta y nos preguntó:
- ¿Qué buscan?
- Rabí - le dije tratando de buscar las palabras correctas - ¿Dónde vives?
- Vengan y vean.
            Jesús nos había penetrado con la mirada. Cómo describir esos ojos que mezclaban la dulzura y la autoridad con tanta precisión. Sería su mirada la mirada de Dios, tan sencilla y tan impotente. Con mi amigo Juan nos quedamos anonadados, titubeando ante la invitación, pero cuando nos decidimos sentimos una paz indescriptible que nos inundaba. Él nos había seducido y nosotros nos dejamos seducir. Ambos, uno a cada lado de Jesús sentimos su abrazo de amigo como si nos conociera de toda la vida.
Fuimos, vimos donde vivía y nos quedamos con él todo ese día. Eran las cuatro de la tarde.
            Se llamaba Jesús, hijo de José y María. Proveniente de Nazaret. A diferencia de nosotros que éramos pescadores, él era de profesión carpintero como su padre. Hacia poco que estaba siguiendo a Juan el bautista. Pero si en algo se diferenciaban, era que Jesús parecía más sociable y sus palabras no eran tan duras en lo cotidiano.
            Despertamos temprano, pero Jesús ya no estaba. En el camino de vuelta a casa, una pregunta nos fue acompañanado en nuestra reflexión ¿Qué buscan? La pregunta nunca fue más certera, qué era lo que realmente buscábamos, qué era lo que esperábamos realmente de ese hombre llamado Jesús. .
            Ante la novedad, le conté todo a mi hermano. Esta vez logré convencerlo con ayuda de Juan que confirmaba todas mis palabras. Aunque Simón estaba más ocupado en la pesca y no compartíamos los mismos sueños y ambiciones. Yo quería salir de esa vida monótona, quería conocer lugares, quería cambiar mi suerte, y aunque buscaba a Dios, también buscaba a ese Mesías que nos librará de las garras de los Romanos.
- Hemos encontrado al Mesías - le dijimos y casi empujándolo logramos que dejará las redes y fuéramos al encuentro de Jesús.
Estábamos verdaderamente cansados, el camino nos había agotado. Mi hermano quería volverse, se estaba arrepintiendo de haberme escuchado. Finalmente llegamos, pero el encuentro de los dos no fue como me lo imaginaba. Jesús lo miró y le dijo:
- Tu ere Simón, hijo de Juan, Te llamarás  Pedro, que significa piedra.[2]
            Todos quedamos desconcertados con las palabras del maestro. Hasta a mi me causó un poco de gracia, ya que Jesús tenía buen ojo para darse cuenta de lo cabeza dura que era mi hermano como para llamarlo piedra. Más tarde comprenderíamos todo. Pero mi hermano no se lo tomó muy bien y me dijo enojado: “¿Para esto me hiciste venir?”


[1] Juan 1, 36
[2] Juan 1, 42

jueves, 1 de diciembre de 2011

2 - El Cordero de Dios

....Llevaba un manto hecho de pelo de camello, con un cinturón de cuero en la cintura y comía saltamontes y miel silvestre.

2. No dejé de preguntarme qué hacía en ese lugar, qué hacía escuchando a alguien que no era nada. No sé porque muchas veces seguimos falsas ilusiones, ponemos nuestra fe en cosas o personas, y nos olvidamos que al único que hay que creerle es a Dios. Pero había algo distinto en Juan  el Bautista, como le decían.
Por eso los días siguiente volví con una decisión: me dejaría bautizar por Juan. Veía en el bautismo una forma de arrepentirme de mis pecados y una preparación para lo que creía estaba por suceder.
Cuando llegué, quedé impactado al escuchar a Juan el Bautista gritando: Raza de víboras[1]. ¿Cómo acercarme entonces? Me costó tomar valor. Pero cuando me decidí, alguien desconocido se me adelantó acercándose a Juan, que al verlo le dijo: “Este es cordero de Dios que quita el pecado del mundo. A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo.  Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel"[2]
Luego lo miró y le dijo: “Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti ¡Y eres tú el que viene a mi encuentro!
Entonces el desconocido le respondió:
- Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo.
 Los ojos de Juan brillaban de emoción, no pude comprender el significado de la conversación. Qué quería Juan decir con esas palabras, quién era ese hombre que aunque parecía según Juan  alguien importante, se sometía a ese rito del bautismo.
Quién es, le pregunté a alguien que estaba junto a mí. Es Jesús, el primo de Juan, me respondió. En ese momento no entendía nada, si era el primo por qué decía no conocerlo, por qué lo miraba como si nunca lo hubiese visto.
Cuando por fin salió del agua, Juan se alejó sorprendido exclamando: “He contemplado al Espíritu, que bajaba del cielo como una paloma y se posaba sobre él. Yo no lo conocía pero el que me envió a bautizar me había dicho: Aquél sobre el que veas bajar y posarse el Espíritu es el que ha de bautizar con Espíritu Santo. Yo lo he visto y atestiguo que él es el Hijo de Dios[3].
El desconocido siguió su camino como si nada hubiese pasado, y Juan también se alejó de la muchedumbre. Y yo me quedé con muchas preguntas, muchas dudas.
Largo fue el camino de regreso a casa pensando en todo lo que le diría a mi hermano. Cuándo llegué le conté todo, pero él siguió ocupado en sus asuntos. Luego me miró seriamente y me reprochó:
- ¿Por qué no dejas de soñar? No vez que necesitamos que estés acá. Hay mucho trabajo que hacer. ¿Otra vez siguiendo ilusiones? Ya veremos en que acaban tus sueños.
Quizás fuera un sueño, pero sentía algo inexplicable, como un ardor en el pecho. Tenía que contárselo a alguien, por eso busqué a mi amigo Juan. Él apenas era un muchacho, pero los dos compartíamos las mismas búsquedas. Por eso quedamos que me acompañaría y hablaríamos con Juan sobre ese hombre misterioso.
Esa noche no pude dormir, estaba ansioso, sentía una alegría indescriptible. Algo me decía que por fin había encontrado al Mesías prometido. Yo creía en Juan, y si este señalaba a ese tal Jesús, yo estaba dispuesto a seguirlo.
Toda la mañana siguiente estuvimos pescando, pero mi mente estaba en las orillas del Jordán, tratando de recordar ese rostro desconocido.  En cuanto acabamos, marché con mi amigo Juan en busca del otro  Juan, el que bautizaba.



[1] Mateo 3, 7
[2] Juan 1, 29
[3] Juan 1, 32-34

miércoles, 30 de noviembre de 2011

1- Palabras de Pescador


1- Una Voz en el Desierto
En estos días que parecen finales, en estos días en que estamos tan cerca de la vuelta de mi Señor, quiero contarte mi historia desde esta cruz, en la que me ha tocado entregar mi vida.
Fueron solo tres años, pero que intensos e inolvidables. 
Soy Andrés. Soy judío, aunque mi nombre es de origen griego. Nací en un pueblo llamado Betsaida, a orillas del lago de Galilea.
Me encuentro tan lejos de casa. Tan lejos de todos. Quizás te preguntes cómo llegué hasta acá. Hoy puedo decir que por amor. 
Sé que mis días están contados. Pero aun así cómo olvidar esas palabras. Cómo olvidar esa mirada me que invitaba a seguirlo. Cómo callar lo que sentí y todavía después de tanto tiempo siento. Por eso aunque me ves sufriendo, estoy contento porque a pesar de todo todavía puedo anunciar al Cristo y contarte esta historia, para dar testimonio que una vez el amor vino a este mundo, pero el mundo no lo conoció…
Las ansias por Dios crecían en mí continuamente. La sensación de un vacío inexplicable, y una soledad que no acababa me movían a la búsqueda de aquel que me devolviera a una vida plena.
Había recorrido gran cantidad de kilómetros en la búsqueda. Ríos, montañas, quebradas y hasta en la orilla de los mares, y aquello que prometía ser mi salvación dejaba traslucir lo que es puramente humano. 
Mi hermano, mi padre y mis parientes me desanimaban. Insistían en que debía conformarme con mi destino, con mi trabajo y mi religión. Pero como silenciar esa voz que irrumpía  en mi interior y me decía: “Andrés, no te canses de buscarme”.
Fue así que descubrí en el camino señales de algo maravilloso y nuevo. En el desierto se alzaba la palabra de un hombre que parecía hablar en nombre de Dios. Se llamaba Juan y su popularidad crecía día a día. Aunque sonaba duro, todo lo que decía guardaba la esperanza del cambio.
Tardaba tres día de viaje para llegar hasta un río llamado Jordán. Allí eran muchos los que escuchaban, pero también éramos muchos los que teníamos dudas. ¿Cómo confiar si ya habían venido otros y todos terminaban defraudando al pueblo?
Una tarde en que yo escuchaba sentado en una piedra, se abrió entre la multitud una comitiva venida desde Jerusalén, conformada por sacerdotes y levitas (1). Ellos también dudaban, no porque les interesara creer, sino que tenían miedo ante quien se hiciera popular en el pueblo.
Juan los miró y siguió hablando, pero ellos lo interrumpieron preguntándole si él era Elías. En ese momento el silencio fue absoluto, todos prestamos atención, quizá porque queríamos escuchar de su boca esa declaración tan esperada. Entonces respondió: “No lo soy”. Nosotros nos desilusionamos, ellos se alegraron, pero no acabaron con sus cuestionamientos: “¿Eres el profeta?”. Juan fue sincero y volvió a responder con un no. Sin embargo no quedaron conformes y volvieron a insistir:
- ¿Quién eres? Tenemos que llevar una respuesta a quienes nos enviaron ¿Qué dices de ti?
Juan dejó de mirarlos y hablo ya no para ellos sino para todos los que escuchábamos:
- Yo soy la voz del que grita en el desierto: Enderecen el camino del Señor, según dice el profeta Isaías.
Entonces, muchos se alejaron porque esperaban algo más, esperaban que se cumpliera en Juan la promesa que el pueblo guardaba en lo profundo de su corazón. Yo también me levanté para irme, pero me detuve cuando escuche que alguien hacía una nueva pregunta:
- Si no eres el Mesías ni Elías ni el profeta ¿Por qué bautizas?
- Yo Bautizo con agua. Pero entre ustedes hay alguien a quien no conocen, que viene detrás de mí, y yo no soy digno de soltarle la correa de su sandalia. Yo bautizo con agua, pero él los bautizará con fuego y con espíritu.
Eso fue lo último que Juan dijo ese día, luego se alejó caminando por la orilla del río Jordán. Creo que él también esperaba que llegase el Mesías. Pero él creía verdaderamente y tenía el coraje de anunciarlo a los cuatro vientos. Por eso muchos lo seguían y se hacían bautizar. Llevaba un manto hecho de pelo de camello, con un cinturón de cuero en la cintura y comía saltamontes y miel silvestre(2).

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(1) Juan 1, 19-28
(2) Marcos 1, 6